Empecé yo primero. El quince de marzo. Era domingo. Lo recuerdo bien. Una faringitis justo estos días, pensé, ¡qué putada! Pero ¿ves?, le dije un rato después enarbolando el termómetro en señal de victoria, no tengo fiebre. Al tercer día sí que tuve fiebre y se lo dije, asustada. Y él, como siempre hace, me animó y me consoló. Después llegaron los demás síntomas: dolor de cabeza dolor de cuerpo, falta de apetito, diarreas, pérdida del sentido del gusto y el olfato… Sí, dijo la voz impersonal del médico por teléfono, tiene usted un Coronavirus de manual. Quédese en casa, tome Gelocatil y, lo más importante, aíslese. Pero ya era tarde, él tenía mis mismos síntomas, aunque algo más leves. Y me cuidó, y nos cuidamos como buenamente pudimos. Y cuando yo empeoré, él me llevó al hospital. Y esperó, paciente, las cuatro horas que pasamos en urgencias escuchando toses, observando las caras de los demás enfermos, alicatadas de dolor hasta el techo. En un momento dado, él salió a la calle. Yo le miré tras el cristal y pensé: no sé lo que será de nosotros, pero qué suerte tengo de tener al lado a una persona como él. Tengo que decírselo, en cuanto entre se lo digo. Y se lo voy a decir cada día, todos los días.

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