Al subir la persiana del dormitorio y ver el espléndido día, claro y soleado, he añorado no poder ir al rastro. Yo, que no era muy fan del rastrillo, recuerdo el último día que lo pusieron en el bulevar. Sabiendo que compraba saldos, baratijas, perfumes de imitación y con suerte algún vestidito mono, llegaba a casa como si hubiese estado de tiendas por el barrio Salamanca. Llegaba contenta porque había visto y saludado a la gente de mi pueblo. Veías un puesto lleno de gente, la curiosidad te llevaba a ver esas camisetas a 2 euros que compraba, para ir andar. Un puesto de fruta que me cabreaba porque la cantidad que pidas no vale, te ponen lo que quieren. El puesto de especias, cada vez que pasaba la dueña con sorna, no compraba nunca, me cantaba, curcuma, cardamomo, alcaravea, cominos. Raro era no comprar calcetines, bragas y medias. El puesto de las plantas nos traía en primavera las primeras primulas y árboles frutales.

El jueves nos rompía la monotonía y la rutina, era la avanzadilla del fin de semana, la gente salía al banco, al mercado, a la iglesia, a tomar el aperitivo, echar la primitiva y al zapatero, cuando teníamos zapatero, en fin, la vida y la alegría sencilla de un pueblo en movimiento.

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