POR MARÍA COBO DE LAS HERAS
El bofetón que recibí en la mejilla derecha no me dolió tanto como las palabras que lo acompañaban:
—¡Mientras yo viva jamás permitiré que una mujer de mi sangre estudie como un varón!
—Pero… —algo gritó dentro de mí, por encima de todas mis lágrimas—. ¡Es mi vida, papá!
—¡Cállate, Sandra! —los ojos como platos de
mi madre creían ayudarme desde la distancia—.
Es por tu bien cariño, estarás conmigo en la
tienda. Así lo hizo mi madre y la madre de mi
madre. Así lo hice yo y ahora tú continuarás con
el negocio. ¿No estás orgullosa?
—¿Orgullosa esta desagradecida? —la voz de mi padre se tornó en un rugido feroz—. Nunca ha sabido apreciar todo lo que nos hemos sacrificado por ella y su hermano. ¡Y ahora dice que quiere estudiar bachillerato y ser “profesora”!
No pude soportar más aquellas palabras que
herían mi alma como si fueran dagas envenenadas
por la ignorancia. Subí corriendo las escaleras y
me encerré en mi habitación para olvidarme de la
realidad conservadora en la que estaba sumergida
sin desearlo. Para emborronar con mis sueños el
horrible destino que tantos años de desigualdad
habían forjado en la mentalidad de mi padre…
Aquel era el verano en el que acababa mi educación
obligatoria y me preparaba para seguir
fabricando las alas que me descubrirían multitud
de cielos cuando creciera. Pero ahora, la cruda
realidad había cortado mi temprano intento de
volar y la desesperanza era la absoluta dueña
de mi futuro.
—Ojalá papá viera en mí alguien digno para
llevar el ultramarino…— mi hermano gemelo,
David, me miraba lastimero desde la entrada de
mi habitación—. ¡Daría lo que fuera por estar
en tu lugar!
—¡Y yo quisiera que me obligaran a estudiar
como a ti!— El verano se había teñido de amargura
para los dos y estaba segura de que ninguno
lograría cumplir su sueño.
Los días pasaron y la vida siguió, tan monótona
como antes de que se rompieran las ilusiones
de dos jóvenes. Aunque yo ya sabía que la vida
no espera, que el mundo sigue girando incluso
si tú por dentro ya no respiras. Y eso es lo que
ocurrió la madrugada del miércoles.
Los gritos de mi madre nos despertaron a mi
hermano y a mí: papá estaba teniendo uno de
sus infartos. El peor de sus ataques al corazón.
De esa noche siempre recordaré el alarido lastimero
de la ambulancia, las lágrimas calladas
y el remordimiento por una disculpa que nunca
nos ofrecimos.
Al día siguiente, muy temprano, nos informaron
del estado lamentable de mi padre: estaba muy
débil y, aunque lo peor ya había pasado y se
encontraba estable, debía pasar unos días más
recuperándose en el hospital. Tan solo quedaba
confiar en que sanaría pronto.
Y efectivamente, con las Lágrimas de San
Lorenzo mi padre regresó a casa. Sin embargo,
había algo en él aquella noche, mientras observábamos
las estrellas fugaces, que no habíamos
apreciado antes. Una chispa que poco o nada
tenía que ver con el reflejo de las estrellas en
sus pupilas. Pronto descubrimos la causa de su
cambio…
—La soledad en esos días encerrado entre
cuatro paredes blancas, martirizado por la duda
de si llegaría a ver un amanecer más, me hizo
reflexionar sobre muchas cosas de mi vida—.
Mi hermano y yo no podíamos comprender aún
las palabras que estaba a punto de pronunciar
mi padre.
—Yo, que siempre había tenido el firme convencimiento
de que la sociedad se regía por unas
“normas no escritas” por las cuales se dividían
la ropa, las aficiones e incluso los trabajos en
los que son “para hombres” y los que son “para
mujeres”. ¡No sabéis, mi querida familia, la que
formé al ver que el doctor que me había salvado
la vida llevaba falda!
No pudimos evitar sonreír ante las maravillosas
lecciones del destino.
—Y bueno…— continuó mi padre con una
media sonrisa en sus labios— esa doctora era
más tozuda que yo… y, al fin y al cabo, más
valiente—. Añadió mirando a mi hermano y a
mí—. Me hizo comprender que una mujer y que
un hombre pueden llegar a ser lo que quieran,
sin importar los horribles estereotipos que los
hayan restringido durante siglos.
—Entonces…— murmuré llena de emoción.
—Sí— sonrió mi padre— estudiarás, Sandra.
Estudiarás todo lo que quieras y formarás nuevas
generaciones libres de prejuicios cuando seas
maestra… Y tú, David, serás el que mejor haya
llevado jamás la tienda de la familia, y yo siempre
estaré orgulloso de vosotros…
—¡Los dos lo estaremos!—. Nos abrazó emocionada mi madre, bajo un cielo que lloraba estrellas de alegría y sueños vivos.
¡Oh, sí! Sueños realmente vivos.