Martes, Diciembre 03, 2024

b_280_300_16777215_0_0_images_fotos_colaboraciones_Velazquez2.jpgVelázquez supo plasmar como nadie las enrevesadas tramas de la mitología clásica llevando a sus lienzos a gente sencilla, gente normal puesta al nivel de las grandes deidades grecorromanas. El pasado 17 de marzo, en el salón de actos de la Cooperativa Nuestra Señora de la Muela y de la Paz, Antonio López Sánchez, autodidacta de la pintura, convirtió a los dioses de la antigüedad en protagonistas de apasionantes historias, gracias a las explicaciones aportadas en su conferencia La mitología en la obra de Velázquez, con una concurrida asistencia de público.

Reproducimos el artículo que Antonio López nos envía sobre los temas tratados en su conferencia.

 

La Mitología en la obra de Velázquez

Por Antonio López Sánchez

Siempre resulta apasionante sumergirse en las pinceladas del maestro Diego Velázquez. El gran artista sevillano que, adelantado a su tiempo, supo plasmar en sus obras un concepto nuevo de la pintura, estableciendo un constante diálogo con el espectador, haciéndole partícipe de su obra y rompiendo moldes de las directrices que marcaba las corrientes artísticas del momento que le tocó vivir, dando lugar a una de las aventuras artísticas e intelectuales más importantes del Siglo de Oro español.

Velázquez abordó todos los géneros a lo largo de su dilatada carrera, iniciando su etapa de formación en sus Sevilla natal y consiguiendo su prestigio al llegar a la Corte y ganarse la confianza de Felipe IV. Pero hoy vamos a disfrutar de su extraordinaria manera de abordar esas "pinturas de historias mitológicas" donde su inteligencia, sutilidad y originalidad, ponen en evidencia la trama narrativa de la composición y hacen de esas obras las pinturas más ambiciosas del maestro sevillano.

Las fábulas que eligió Velázquez esconden secretos que aún están por descifrar. Mensajes ocultos que despiertan en los historiadores nuevas interpretaciones, lejos del tratamiento literal de las Metamorfosis de Ovidio que hicieron sus contemporáneos.

Los Borrachos, como popularmente conocemos al Triunfo de Baco, supone su primera incursión en las tramas mitológicas. El pago, en julio de 1629, de 100 ducados a Velázquez por cuenta de una pintura de Baco que había hecho para el rey, nos informa sobre la fecha aproximada de la obra e identifica a su destinatario.

El personaje principal es Baco, que dio al pintor la oportunidad de representar uno de sus primeros desnudos masculinos, domina la composición con la luminosidad de su cuerpo y sus vestiduras. A la izquierda un sátiro, también desnudo, levanta una fina copa de cristal y nos sitúa en el mundo de los seres y las historias fabulosos, mientras que a la derecha se agolpan un mendigo y cuatro hombres de capas pardas, rostros curtidos y expresión achispada, que constituyen un contrapunto cotidiano, verídico y realista. Ante ellos se interpone la figura de un joven que se encuentra de rodillas y está siendo coronado por el dios. No se trata de una bacanal al uso, sino de una clara alegoría de la literatura, algo que podemos descifrar por el hecho de que la corona que está colocando Baco al joven arrodillado no sea de vid, como la que luce él mismo en su cabeza, sino de hiedra, atributo con el que se relacionaba a los poetas.

En 1630, durante sus primer viaje a Italia, Velázquez realizó una de sus primeras obras maestras, donde la técnica y su manera de abordar lo que más tarde sería su gran triunfo, la perspectiva aérea, estaban ya presentes. Se trata de La Fragua de Vulcano, un lienzo de grandes dimensiones donde Apolo anuncia al dios del fuego la infidelidad de su esposa Venus con Marte, el dios de la guerra. Velázquez recoge el instante de la noticia y las reacciones de los cíclopes, humanizados como simples herreros a través de la magia de los pinceles del artista, con un universo de expresiones en los rostros de los seis personajes que dialogan en silencio en el lienzo.

De nuevo el desnudo se hace dueño de la escena. La mitología permite que se los pintores despojen a los personajes de sus vestiduras y muestren los cuerpos perfectamente modelados por la luz y Velázquez lo consigue con una maestría soberbia. La blanca piel de Apolo contrasta con la piel curtida de los herreros, su cabello rubio coronado con laurel le diferencia de los cíclopes morenos con anchas patillas siguiendo la moda del siglo XVII, su túnica dorada le da el protagonismo que le eleva e identifica como el Sol que ha descubierto a los amantes al amanecer, frente a los toscos y sencillos mandiles de los operarios del esposo engañado.

 Las fábulas que eligió Velázquez esconden secretos que aún están por descifrar

Velázquez completa la fábula del dios del fuego con los otros protagonistas de la historia, Venus y Marte en otros de sus lienzos. Para la decoración de la Torre de la Parada, una residencia real de caza donde Felipe IV podía practicar su entretenimiento favorito, pintará a Marte, pero no con el ardor y la vitalidad del guerrero, sino como un mortal levantándose de un catre con las sábanas revueltas. Velázquez retrató a Marte en tamaño natural, a partir de un modelo vivo, quizá un soldado veterano, en una postura que recuerda al famoso Ares Ludovisi. Como es habitual en Velázquez, hay un tratamiento paradójico del mito, en cuya construcción representa un papel básico la armadura y otros atributos bélicos. Por un lado, su presencia es lo que permite identificar al personaje con Marte; pero, por otro, la forma en la que se exhiben, sitúa la representación en un terreno ambiguo. De su armadura, el dios de la guerra sólo conserva puesto el yelmo y en vez de sujetar erguido la bengala de general, la apoya con desgana en el suelo. La rodela, la espada y el resto de la armadura yacen a los pies de una cama desordenada, la misma sobre la que descansa un Marte de cuerpo laxo y actitud melancólica.

La Venus del Espejo, al igual que Marte, es una composición que huye de atributos divinos, convirtiendo a la modelo de espaldas en una mujer de carne y hueso, sin elementos que la identifiquen como podrían ser las rosas, las flores de mirto, las perlas o cualquier elemento marino que hiciera alusión a su nacimiento. Tan solo Cupido con sus alas espléndidamente pintadas con la pincelada suelta y deshilachada propia de un Velázquez maduro y consagrado, nos identifican a la dama desnuda tumbada sobre un diván reflejando su rostro difuso sobre el espejo como Venus.

El lienzo hoy se exhibe en la Galería Nacional de Londres tras un cristal que la protege después del ataque brutal que sufrió el 10 de marzo de 1914 por la sufragista Mary Richardson. Siete cuchilladas atravesaron la espalda más sugerente de la pintura española.

Avanzando en la vida y en la producción del pintor de corte, nos encontramos con una nueva fábula mitológica, en este caso la que narra la provocación de Aracne, una joven de Lidia, arrogante y orgullosa, a Atenea, la diosa de las artes y la guerra. Lo que durante mucho tiempo se consideró una escena de género, de ahí que todos conozcamos el cuadro como Las Hilanderas, encierra muchos misterios aún sin descifrar.

Se trata de una composición muy compleja. Velázquez reserva el último plano del cuadro al tema principal, el tapiz que provoca la desesperación y la deshonra de la diosa y por tanto el castigo divino y transformación de Aracne en araña, condenando a esta a tejer durante toda su vida. El tapiz no es otro que el homenaje que rinde Velázquez a Tiziano y a Rubens con El rapto de Europa, realizando ese juego maravilloso del cuadro dentro del cuadro y que tan solo Velázquez sabe manejar convirtiéndose en el narrador culto y sutil, capaz de traspasar las leyes de la composición clásica y de concebir su arte en términos de experiencia visual, técnica e intelectual.

Velázquez utiliza un tema mitológico para defender el papel de las mujeres de su tiempo, las artesanas que descalzas trabajan incansables en el hilado y el devanado de la lana en los talleres de un Madrid del siglo XVII.

Curiosamente, el último cuadro que conservamos del artista es un asunto mitológico. Se trata de Mercurio y Argos, el único superviviente de un conjunto de cuatro, que fueron diseñados para la decoración del Salón de los Espejos del Real Alcázar de Madrid y que lamentablemente fueron pasto de las llamas en el incendio de la Nochebuena de 1734.

Velázquez, con una técnica que podría considerarse propia del impresionismo del siglo XIX, desdibuja las siluetas de un Argos plácidamente dormido y un sigiloso Mercurio dispuesto a huir con la ternera que no es otra que la ninfa Io, ocupando el fondo de la composición, siguiendo las indicaciones de Zeus, el padre de todos los dioses.

Velázquez utiliza un tema mitológico para defender el papel de las mujeres de su tiempo, las artesanas que descalzas trabajan incansables en el hilado

Aunque son estas las seis obras que conservamos de Velázquez donde los dioses paganos son sus protagonistas, existen otras en las que el genial pintor realiza ingeniosos guiños a la mitología y que, aparentemente, se pierden ante la mirada inexperta del espectador, permaneciendo ocultas, tal vez como pretendía el maestro. Tal es el caso de uno de los paisajes que realizó en los jardines de la Villa Médici, donde una pétrea Ariadna dormida, reposa al fondo bajo una imponente arquitectura clásica, o los lienzos perdidos en la pared del taller del artista que sirve de estancia a Las Meninas, donde sutilmente utiliza dos nuevos pasajes como son La Fábula de Aracne y Apolo vencedor de Pan.

Las fábulas velazqueñas nos descubren a un artista en plena eclosión creativa, convertido en un genio que supera su condición de retratista cortesano para convertirse en un portentoso y original narrador de escenas, entendidas como historias que encierran dentro de sí otras historias. Lienzos en los que el genio de Velázquez es capaz de colocar a los dioses y los mitos de la antigüedad clásica en la vida cotidiana de los hombres de su época, en un ejercicio artístico de una originalidad sin parangón.

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