POR MARISA GONZÁLEZ
En el colegio religioso al que fui entre los cuatro y los ocho años había un cuarto de castigo. Ese cuarto, al que las monjas llamaban el cuarto de las ratas, era el lugar en el que encerraban a las alumnas cuando cometían lo que ellas consideraban una falta grave y, hasta donde puedo recordar, el catálogo de faltas graves era bastante amplio: hablar en clase, llevar el uniforme manchado o mal planchado, llorar, toser, tener mocos, hacerse pis, rascarse con ahínco la cabeza, (señal inequívoca de que estaba poblada de piojos), y lo que más enervaba a sor Josefa, la monja que nos daba clases de costura, era que mancháramos el trozo de lino en el que nos enseñaban a bordar. No eran pocas las veces que yo incurría en cuatro faltas graves a la vez, casi siempre llevaba el uniforme mal planchado, la nariz llena de mocos, la cabeza infectada de liendres y las manos sudadas y sucias.
El cuarto de las ratas era una habitación ciega, en la que se almacenaban utensilios de limpieza, pupitres rotos comidos por la carcoma, viejas pizarras en las que la tiza ya no dejaba huella alguna, imágenes de santos y vírgenes descabezados y mancos, ramos de flores marchitas y cualquier otro cachivache inservible. Pero lo que convertía aquel lugar en algo tan espantoso era la oscuridad total en la que se sumía cuándo la puerta se cerraba y, cómo no, la más que posible existencia de ratas que, aunque yo nunca las vi, la sola posibilidad de que existiesen me aterraba.
Una de las veces en las que estuve encerrada en el cuarto de las ratas otra niña estuvo castigada conmigo. De ninguna manera me consolaba su compañía, ambas permanecimos separadas y en silencio, acurrucadas en un rincón, aguzando el oído para poder escuchar cualquier ruido que pudiesen hacer los roedores. Ni a llorar nos atrevíamos por si, de algún modo, eso pudiera avisar a las ratas de nuestra presencia. Lo único que se escuchaba, además del crujido de la carcoma, era el ruido que hacían nuestras tripas por hambre.
El día que estaba encerrada junto con la otra niña, de pronto se abrió la puerta y la oscuridad total se convirtió en semipenumbra. Yo pensaba que el castigo se había terminado, pero quién entró no fue sor Josefa sino la madre de la otra niña que le traía algo para comer. El desayuno, nunca lo olvidaré, consistía en una porra recién hecha, ensartada en un junco. La mujer le dio la porra a su hija, farfullo una especie de amenaza y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí. En la oscuridad escuché cómo se comía la porra sin perder un minuto, ansiosa, voraz, sin ofrecerme un trozo. Entonces, sin pensar en las ratas, me levante del rincón y, a tientas, me acerqué a mi compañera para poder aspirar más intensamente el olor que desprendía aquella porra. Desde aquél día, el olor a churros es para mí el olor que debe tener el manjar de los dioses.