Martes, Diciembre 03, 2024

POR CHELO MENDOZA

Ya desde pequeña era mi mayor deseo llevar
gafas a sabiendas de que con ello cargaría
de por vida con el clásico mote burlón de
gafitas, cuatro ojos o empollona. Lejos de
intimidarme, soñaba con unas lentes que no solo
subieran mis notas, sino que me hicieran diferente
y dotaran a mi rostro de un aire más intelectual.
En vanos intentos, ópticos y maestros estaban de
acuerdo en que sería más útil emplear mi tiempo
en el estudio que obtener el graduado escolar con
esa graduación. Cierto día el óptico ya cansado me
hizo unas gafas de cristal de ventana con las cuales
comprobé que, además de no ser más intelectual,
mantenía la nota media por debajo de 5. Aquellas
lentes soñadas, y de cristal biselados en días fríos,
solo consiguieron doblar mis orejas y marcar dos
hoyos en la zona alta de mi nariz.

Y dicho esto, os cuento: Cierto día, maquillando a una madrina, confundí el eyeliner con un Alpino de mis hijos y casi la dejo tuerta. Ese episodio, sumado a las quejas de aquellas clientas que me decían pesada al depilarlas sin dejar ni
un solo pelo y que pasaron a dirigirme
como al perro de un ciego, indicándome:
¡aquí te has dejao un rodal”,
“dame más por aquí”, “¡te pedí un
brasileño y me lo has dejado como el
bigote de Hitler!”, me condujeron a
plantearme que tenía un serio problema:
veía menos que Pepe Leches con
un ojo, y con el otro, menos que un
gato de escayola. Fue cuando acudí
a una óptica de esas que por cien
euros te ofrecen unas gafas y te obsequian
con otras por tu cara bonita.
Me paseo mientras espero mi turno
mirando molduras que hagan de mí
una mujer sexy, delgada e interesante,
pero mientras dudo, la chica me llama
y, poniéndome un artefacto similar a
una pieza de desguace de tiempos de
la Inquisición, señala la A mayúscula
de la primera fila. “¿Una casita?”, contesto
insegura. Con el puntero señala
la Z y contesto convencida “¡un 2!” La
muchacha me aconseja que visite a
un oftalmólogo lo antes posible.
Comienza la aventura: cita con el
médico de cabecera para conseguir
un volante, ¿Por qué se llama volante?
Sería mejor cita -que suena más
romántico- con el especialista, que,
por cierto, se hace de rogar, y como
sabe que soy yo la que le entro, se
hace el interesante y me da cita en su
consulta dentro de un año. Nuestro
encuentro es distante y frío, y tras
echarme unas gotas en el ojo, me dice
que tengo una catarata.

Seis años han pasado. Eso que estaba en lista de espera con carácter preferente marcado con un rotulador fosforito. Mientras tanto mi enfermedad
crecía al mismo paso que mermaba
mi capacidad para reconocer a la
gente, y es por eso que podía ofrecer
la mejor de mis sonrisas a aquella
persona que tanto asco me daba, confundir
canela con comino, poner en
un bizcocho un sazonador de fajitas
en vez de levadura, mandar audios a
la persona menos indicada, intentar
abrir la puerta con la llave del buzón,
sacar de paseo al perro y olvidarlo en
casa… y mantener una conversación
de media hora con alguien intentando
adivinar con quien estás hablando
a la vez de sufrir si empleas el tono
adecuado, y entre todas mis limitaciones,
estoy convencida de que esta
última es la peor. A mí, me ocurrió
una vez que: “pues perdona, pero no
te conozco”. Sucedió en la farmacia,
me dijo su nombre a la vez que bajó
su mascarilla y le dije “¡anda, coño,
ahora sí!”. Después de marcharse,
le pregunté a José: “oye, ¿quién es
esa?”. Ya más que por curiosidad, es
que estaba convencida de que aquel
encuentro podría tornarse en una
inquietud que no me dejase dormir
durante toda la noche.

Y llegó el día. Dos años transcurrieron. Me llaman para un preoperatorio donde espero rodeada de gente que me adelanta docenas de generaciones,
pero a la vez, siento que estoy en mi
salsa como oveja negra. Tras una nueva
evaluación, una insigne doctora
dictamina que la idea de la operación
le parece muy acertada a la vez que
de ser una decisión excelente. Cinco
meses más tarde, recibo con jubilo tan
ansiada llamada, en la que me comunican
que me derivan al hospital ese de
las cien culturas donde paga la sanidad
pública por operarme con el dinero
que durante tantos años coticé. Un no
rotundo fue mi respuesta, consciente
de lo afortunados que somos al gozar
de una sanidad pública y eficiente,
la misma que me amparó desde que
nací, que se ocupó de mis vacunas y de
curar heridas y enfermedades, de mis
partos, de mis operaciones, de amparar
a mis padres, que murieron cuidados
en el mismo sitio donde nacieron mis
hijos, donde siempre tuve consultas
sin pagar por ello. Y es por eso por lo
que grité un no rotundo.

Bueno, pues resuelta que al renunciar, cuando te derivan, no sabía yo que te penalizan, y pasé otros dos
años, a base de reclamaciones de
Atención al Paciente y, como última
instancia, al Defensor del Pueblo.
Agotada -que no rendida-, me acojo
a mi derecho de libre elección de
centro, cambio de pareja y me voy
con los de Alcázar, que aparte de estar
más cerca, están mejor dotados.

Dos años después, de nuevo un número infinito en la pantalla de mi móvil hace subir mis pulsaciones. Es
el hospital de Alcázar, que me llaman
para, una vez más, derivarme a la privada.
Esta vez, no solo un no rotundo
sale por mi boca, sino que argumento
mientras grito “¿estamos tontos o qué? Tras resoplar, pido disculpas a quien me escucha en silencio. Al fin y
al cabo, solo es un administrativo ancho de espaldas; y es por eso que
me desplazo al día siguiente para reclamar en Atención al Paciente
mi paciencia ya perdida. Un buen hombre me escucha, me felicita y
a la vez me asegura que ellos no me van a penalizar y que decisiones
como la mía son la única vía que tenemos para defender nuestra
Sanidad. Me acompaña hasta la puerta mientras se despide con un
apretón de manos de esos que te hacen sentir que están a tu lado.

Transcurren otros 700 días y vuelvo al mismo despacho, donde otra persona cabizbaja me vuelve a decir que el sistema me ha penalizado de nuevo al renunciar a la intervención en la privada y que me
quedan 500 días y 300 noches. Salgo impotente, cagándome en la
mar y meses más tarde, mientras relleno una solicitud para vender
cupones de la Once, vuelve a aparecer el mismo número infinito en
la pantalla de mi móvil. No daba crédito, ¡me ofrecían la operación
en Tomelloso con el mismo equipo!

Ni en el mejor de mis sueños imaginé que pasar por un quirófano podía ser un momento tan mágico, donde me llamaban por mi nombre o cariñosamente empleando el diminutivo familiar. No tengo palabras
para agradecer a las chica que me dio la bienvenida, además de una
bata, unas calzas y un gorrete de esos que llevan los charcuteros
en los supermercados. Me acomodo en un sillón y sale de nuevo la
anfitriona, que mientras me sobetea el dedo con su guante, explica
a otra cómo clavar con arte la aguja para hacerme una prueba “del
azúcar”. Desconfío y le preguntó: “tú estás de prácticas, ¿verdad?”.
La pobre asiente y le digo “¡pues a mí ni te acerques!”. Salen mis
risas a la vez que mis disculpas y es que cuando tengo miedo suelo
ser borde, imprevisible y bromista, es un escudo que a menudo me
conduce a situaciones absurdas, desencadenando conversaciones
ajenas a mi boca y a mi mente… esas palabras que las escuchas
después de decirlas.

Con destreza, me ponen una vía con suero sin apenas percibir el pinchazo y mientras empujan mi silla de ruedas, por primera vez me siento inútil, pero una mano se posa en mi hombro cariñosamente
mientras me tranquiliza diciéndome que es cirujano plástico y mi
operación va a salir bien. Supera mi sentido del humor el anestesista
venezolano, que continúa acariciándome mientras me acompañaba
sin despegar su mano de mi hombro durante toda la intervención.
No solo me devolvieron la vista, lograron recuperar la sensación de
la nobleza del que no se rinde ni se doblega.

Y estoy satisfecha, pues tras años de espera, valió la pena la lucha y gané defendiendo mis derechos y la sanidad pública. Lo malo es que, al quitarme la venda, no me gusta la señora que sale en el espejo, es más vieja que yo y creo que no le caigo nada bien. Además, al llegar a casa, me encuentro con que la han ocupado tres individuos que aseguran ser mi familia y a pesar de enseñarme el DNI junto al libro de familia, es que no me son familiares, aunque la voz me quiere sonar… La casa está muy sucia, hay polvo por todas las partes, y eso que tengo prohibido agachar la cabeza, pero el día que me den el visto bueno, no me sorprendería encontrarme con un señor bajito ofreciéndome una póliza, que, por un módico precio, te cubra la venda que tapa los ojos.

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